“Yo también estaba allí”. Carta abierta al ex comandante en jefe del Ejército de Chile, Juan Emilio Cheyre.

por Galo Fontana Espinoza/ fuente: Politika.

En su entrevista al diario “La Tercera” del domingo 10 de Julio del 2016, usted afirma a propósito del asesinato de 15 prisioneros políticos en Octubre de 1973 en La Serena –por lo cual es procesado por el ministro Mario Carroza en calidad de cómplice–, que es inocente, “que ha dicho toda la verdad” y que “jamás ha violado los derechos humanos”.

Entrega detalles de lo ocurrido aquel fatídico día y argumenta que en ese tiempo era sólo un teniente de 25 años de edad sin responsabilidad en el mando ni con personal a cargo, apenas “un ayudante al que llamaban con un timbre y recibía órdenes”.

Algunas de esas órdenes ese día fueron preparar el almuerzo para la comitiva militar que venía de Santiago encabezada por el General Arellano y, una vez ocurrido los fusilamientos, llevar el bando redactado hasta el diario local detallando los hechos y preparar una reunión con cada familia para comunicar la noticia.

Ese es el extracto de sus declaraciones y el suscrito, transcurridos largos casi 43 años y sin otro ánimo que aportar otros antecedentes, podría confirmar sus dichos validando el contexto histórico –al cual usted apela con insistencia–, salvo por algunos detalles que usted parece omitir o quizás olvida, ya que la memoria es frágil y en ocasiones –buscando aminorar la culpa– tiende a reacomodar los hechos.

Yo, al igual que usted, respeto el compromiso con la verdad y me apego a los hechos. Pero desde la vereda opuesta. Usted era el persecutor, yo el perseguido. Más bien, el apresado. Y recuerdo, no sin dificultad por el dolor que ello aún me provoca.

El día 16 de Octubre de 1973 fue un martes, amaneció nublado, algo frío –típico en La Serena, por las mañanas–, y cerca de las 8 AM un grupo de detenidos políticos en la cárcel de la ciudad fue llevado a declarar a la Fiscalía Militar que operaba en el Regimiento Arica N°2. Yo fui uno de ellos.

Más allá de la preocupación por el castigo físico que traía consigo el interrogatorio habitual –y que muchos asignaban a órdenes suyas, casi un cliché, imposible de comprobar–, contradictoriamente, era motivo de cierta conformidad: el proceso avanzaba y con ello, la libertad incierta.

Ya instalados en el recinto esperábamos nuestro turno en una habitación de cara a la pared con los retratos de los comandantes del regimiento y su historial, manos en la nuca y la perentoria orden de no movernos. Horas interminables. Pasado el mediodía escuchamos los pasos presurosos y el diálogo de los custodios mencionando la llegada del alto oficial. “Llegó mi General”, era la frase repetida, lo cual suponía un conocimiento previo hasta de los subalternos, y se opone a lo que usted dice de que “no había escuchado nada respecto de un helicóptero que andaba recorriendo ciudades ni sus efectos”.

Sólo por la noche sabríamos que se trataba del General Arellano Stark y su comitiva ejecutora. Luego de mi turno en el interrogatorio –y aseguro que a usted no lo vi– contra los malos augurios de mis compañeros fui devuelto al lugar previo. Un par de horas después, al igual que usted, “súbitamente”, a la distancia y “sin ángulo de visión del lugar”, escuchamos los disparos. Una ráfaga, según menciona. Rendidos, entendíamos que ello era un simulacro –otro más–, en esa pesadilla de los fusilamientos ficticios para infundir temor en los detenidos.

Finalizados los interrogatorios, unos más golpeados que otros, volvimos a la penitenciaría casi al término del día. Y la pregunta recurrente, aparte de la comprobación del daño físico y el tiempo de condena –de 5 hasta 20 años eran la tónica, con acusaciones inverosímiles, sin abogado ni posibilidad de defensa–, fue por la suerte corrida por el otro grupo. No teníamos información de ellos, como tampoco que los habían trasladado al mediodía después que nosotros. Jamás los vimos.

Esa noche, instalados en nuestro colectivo, escuchamos la noticia por una pequeña radio portátil de su fusilamiento posterior a un consejo de guerra y la enumeración de los delitos por los cuales se les acusaba. En ese tiempo era joven, más joven que usted –tenía 21 años–, y de esa noche insomne sólo recuerdo el silencio frío roto por el grito conmovedor de un viejo profesor de historia, Washington Figueroa, acusando: “asesinos de mierda”.

No, General Cheyre, usted no es culpable de lo ocurrido allí ese día terrible. Un joven oficial sin capacidad de mando, un ayudante sin armamento ni destacamento a su cargo, no tiene responsabilidad alguna en el hecho. Yo le creo. El responsable fue el General Arellano Stark y su parodia de juicios de guerra, que en menos de 3 horas eligen al arbitrio, trasladan, enjuician, y condenan a muerte a 15 compatriotas.

Y adjudico dudas a quien sostiene –el Coronel Pedro Rodríguez de la CNI, según investigación del Juez Guzmán– que usted remató a los caídos junto a otros oficiales del regimiento, porque los que disparan son los integrantes de la comitiva militar que acompañaba al general, según declara su superior, el Comandante Ariosto Lapostol Orrego.

Lo que sí me extraña es que usted no cumple con una de sus órdenes. No realiza “la reunión con cada familia” de los ejecutados y, ya despedida la comitiva del General Arellano, los cuerpos fueron inhumados ilegalmente en la fosa común del cementerio local. Tarea de locales. ¿Por orden de quién? ¿De su superior o suya? No hay otra posibilidad. ¿No funciona así una institución jerárquica? Son sus palabras.

No, usted no es culpable, pero tampoco es inocente.

Usted insiste en su poca edad al momento del hecho. Le recuerdo que las víctimas, a la cuales usted no menciona en ningún momento en la entrevista –“ni vi a los muertos”– varios eran menores aún. Verdaderamente jóvenes. Cuatro de ellos, apenas pasaban la veintena. Víctor Escobar Astudillo, campesino de Salamanca, recién había cumplido 21. ¿Una buena edad para morir? La mayoría no cumplía ni siquiera 30 años y el mayor de ellos, el profesor de música Jorge Peña Hen, sólo tenía 45. Usted ha tenido el privilegio de vivir algo más de 20 años que el ilustre maestro. ¿Alguna vez ha pensado en ello? Honestamente. ¿O cuando vio a sus hijos crecer, al igual que hoy a sus nietos?

En lo personal, yo lo pienso a menudo. Yo estuve allí ese día. En el mismo lugar que usted describe como una experiencia límite. Sólo que usted estaba al otro lado de la barricada. De los que decidían quién vivía y quién moría. Tuve la suerte que el lápiz criminal del General no tachara mi nombre. Pude estudiar, formé una familia y vi crecer a mis hijos. Y no guardo rencor. Salvo conmigo mismo. Me refugié en el silencio. No alcé la voz por los caídos. Por ello a veces percibo que la vida me es ajena. En ocasiones aborrezco cada día transcurrido, porque siento que se lo arrebaté a otro. A otro, quizás mejor que yo.

No General, usted no es culpable, pero tampoco es inocente.

Usted con algún grado de conciencia del actuar irracional de ese ejército que abrazó por vocación y por el orgullo con su padre de pasado militar pudo abandonarlo. A tiempo. O enmendarlo con el balance de la justicia en sus actos posteriores y ya con mando, su carrera fue vertiginosa. Hoy los reproches éticos carecen de validez. El arrepentimiento tardío y su generalización no sirven. La eterna culpa del contexto histórico. Todos fuimos culpables. Así absuelven, se absuelven.

Más aún, hay hechos documentados que me obligan a dudar de su tajante afirmación: “jamás he violado los derechos humanos”. Me remito a varias denuncias en su contra. Lejos de su rol de simple ayudante de Ariosto Lapostol está su participación en el Consejo de Guerra del 20 de diciembre de 1973 que sobreseyó a 4 de los fusilados en La Serena (el Dr. Jorge Jordán, y los campesinos Gabriel Vergara, Hipólito Córtes y Oscar Córtes) por “estar ya muertos” (“Los zarpazos del puma” de Patricia Verdugo, p. 103).

¿Cómo describir su papel en el allanamiento del hogar y golpes contra los integrantes de la familia Monroy y la detención de la madre –Eliana Rodriguez– delante de sus hijas pequeñas –la menor de apenas 1 año– también en diciembre del 73, para luego encerrarlas con ella en cautiverio hasta abril de 1975 (según denuncia acogida por los tribunales de justicia de La Serena en Sept. del 2013)?

Cómo justificar el procedimiento cuando entrega en un convento de monjas de La Providencia al niño de 2 años de edad, posterior al asesinato de sus padres, el argentino Bernardo Ledjerman y la mexicana María Ávalos en diciembre del mismo año 73 (la versión es pública en TVN, 2015)?

Y si la “consternación la sentía desde los 26 años, por el fusilamiento en La Serena” (octubre del 73), ¿cómo explicar su actuación posterior a esa fecha? Datos de la causa, documentos y testimonios directos, pruebas categóricas. ¿Porqué seguir negando todas estas acusaciones? ¿Acaso no afirma usted que “la justicia debe operar y la verdad, imponerse”? ¿O todo es una persecución política en su contra, como asegura su defensa? ¿O sólo responde a una confluencia perversa entre dos extremos, como usted señala? O simplemente, ¿“hay sectores que no entienden y otros que derechamente no aceptan el proceso que llevamos adelante para avanzar en la reconciliación”?

Mis dudas son las de un ciudadano común. A lo más, con el cartel de sobreviviente. Nueve meses de cárcel y nueve años de exilio no mermaron mi fe en el hombre y el bien común. Quise creerlo. Pero cuando usted llegó a la Comandancia en Jefe del Ejército en 2002 asumí la derrota. Una derrota política y personal. Nada había cambiado.

El entronque del poder es transversal. La verdad y la justicia, una ficción. La actual entrevista lo reafirmó. “Mi único pecado fue haber estado allí”. Que ironía. ¿Y las víctimas, los sin nombre para usted, los sepultados clandestinamente, el silencio de años? ¿Qué?

Anticipo la respuesta. Después del horror, el olvido….

Dr. Galo Fontana Espinoza. Santiago, Julio del 2016.

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