La revolución rusa no fue una utopía.

por  Francisco Fernández Buey / El viejo Topo.

Retoma aquí Fernández Buey su serie sobre la Utopía, con una reflexión que viene como anillo al dedo frente a todos los que reprochan a los nuevos movimientos su supuesta debilidad en el planteamiento de alternativas.

¿Fue la revolución rusa de octubre de 1917 una utopía? Los contemporáneos de aquella revolución tuvieron tres respuestas diferentes para esta pregunta.

La primera respuesta dice: sí, fue una utopía en el sentido peyorativo de la palabra; fue desde el principio una fantasía, una ilusión, porque socialismo es sinónimo de abundancia, de gran desarrollo de la industria y de las fuerzas productivas en general, y la Rusia de entonces, el topos en el que se pretendía construir el socialismo, era un país económica y culturalmente atrasado (por lo menos en comparación con la Europa occidental de la época). Según esto, los bolcheviques soñaban despiertos. Tal fue la respuesta de la mayoría de los teóricos marxistas de la socialdemocracia alemana de entonces.

La revolución rusa no fue una autopía
José Carlos Mariátegui

La segunda respuesta dice: sí, fue una utopía, aunque en el sentido positivo de la palabra; fue una aproximación al topos bueno, el intento de realización (parcial e imperfecta) de un ideal, el ideal socialista, en las condiciones históricas dadas y, en ese sentido, una utopía concreta, apreciable. Esta fue la respuesta de todas aquellas personas que pensaban que el espíritu de utopía es consustancial al movimiento revolucionario y al ideal emancipador o liberador.

La tercera respuesta dice: no, no fue una utopía; no fue una utopía en la acepción positiva de la palabra porque los sujetos que hicieron la revolución no querían tener nada que ver con utopías en el sentido de las fantasías y las ensoñaciones; y tampoco fue una utopía en la acepción negativa de la palabra porque, aunque la revolución no cumplía con los requisitos teóricos establecidos para la construcción del socialismo, los hombres y mujeres que la hicieron tenían la voluntad de poner las condiciones para hacer posible el topos bueno, la sociedad socialista. Esta respuesta fue la de Antonio Gramsci en 1918.

El debate que produjo la contestación a aquella pregunta ha llegado hasta nuestros días. Y este debate es, entre otras cosas, un episodio significativo de lo que valen las palabras, de lo que cuenta en la historia quién y cómo las usa y de la importancia que tiene reconstruir el concepto cuando una palabra, en este caso la palabra “utopía”, ha quedado deshonrada. Vistas las cosas desde hoy, la tercera respuesta, la de Gramsci, es, sin duda, la más aguda de las respuestas que se dieron entonces a la pregunta. Para juzgar las cosas así importa poco que la revolución de 1917 acabara derrotada y que Gramsci haya sido un perdedor, un revolucionario sin revolución. Al fin y al cabo las pocas cosas de verdad importantes que se han dicho o escrito sobre estos asuntos las han escrito perdedores: de Platón a More, de Savonarola a Bloch, de Maquiavelo a Walter Benjamin y de Bartolomé de las Casas a Mariátegui y Guevara.

La respuesta de Gramsci suena un tanto paradójica. Se puede resumir así: la revolución rusa fue a la vez una revolución contra el capital (o sea, una revolución anticapitalista) y contra El capital (o sea, una revolución contra el libro célebre de Karl Marx). Y, siendo las dos cosas al mismo tiempo, no tiene por qué considerarse, sin embargo, como una utopía. ¿Cómo se come eso? Para entenderlo bien hay que probar a invertir el sentido corriente de las grandes palabras (utopía, orden social, socialismo), que están degradadas por el uso y el abuso, y recuperar el concepto auténtico que recubren. Esto obliga siempre a pensar por cuenta propia, con la propia cabeza, no sólo cuando se está en una determinada tradición (la socialista en este caso) sino incluso cuando se está en un partido político (el socialista o socialdemócrata que se quiere comunista, en su caso).

Hacia 1918-1919 Gramsci era un joven socialista revolucionario impresionado por lo ocurrido en Rusia. Ni más ni menos que tantos otros revolucionarios de entonces (socialistas, anarquistas, comunistas, libertarios e incluso liberales): como Lukács y Pestaña, como Pannekoek y De Leon, como Karl Korsch y Piero Gobetti. Pero aquel joven Gramsci no era un marxista típico: no era un marxista de manual, ni de libro, ni académico. No sabía tanto de Marx como Lenin, Kautsky, Trotsky o Rosa Luxemburg. Era un filólogo, pero no un marxólogo. Sabía de historia, pero no era un materialista histórico propiamente dicho. Daba mucha importancia a lo económico en el quehacer de los hombres en sociedad, pero no era determinista. Y daba tanta importancia importancia a la voluntad y a la subjetividad en la historia que, oyéndole hablar, parecía de una tribu distinta a la de los marxistas del momento.

La interpretación gramsciana de la revolución rusa como una rebelión, tan inevitable como voluntarista, que, contra las apariencias, entra en conflicto con las previsiones del primer volumen de El capital, fue en su momento tan atípica como sugerente. Gramsci ha sido uno los primeros socialistas en darse cuenta de la dimensión del problema político- social implicado por una situación muy nueva en la historia de la humanidad, a saber: la situación de un proletariado que era minoritario en el conjunto de la sociedad rusa, que en 1917 no tenía apenas nada que llevarse a la boca y que, sin embargo, resultó ser hegemónico, en un océano de campesinos, durante el proceso revolucionario propiciado por la guerra mundial; la situación paradójica, en suma, de una clase social que nada tiene, excepto –nominalmente– el poder político.

Gramsci adopta un punto de vista original: niega que haya leyes históricas con carácter absoluto; se opone a la aplicación de esquemas genéricos, muy abstractos (tomados de la interpretación del desarrollo normal de la actividad económica y política del mundo occidental), a la historia de Rusia; postula que todo fenómeno histórico tiene carácter individual o particular y que, por tanto, tiene que ser es tudiado en su concreción; afirma que el desarrollo histórico se rige por el ritmo de la libertad y acaba poniendo en primer plano el papel de la psicología, de la voluntad, de la subjetividad de los individuos que actúan desde y ante la necesidad particular. Rebate así Gramsci la opinión de que la revolución en curso tenga que ser considerada como una utopía.

La revolución rusa no fue una utopía    Piotr Kropotkin

Observa Gramsci que la intención de cambiar el mundo de base, de transformarlo en un sentido igualitario, socialista, tal como se expresa en el canto de La Internacional, suele identificarse vulgarmente con la utopía. La palabra degeneró, quedó deshonrada, a partir del momento en que se impuso el punto de vista según el cual toda propuesta de transformación, de cambio radical del mundo capitalista en que vivimos, es utópica, es una utopía, una ensoñación, ilusión irrealizable. Pero Gramsci distingue entre el sentido histórico que tuvo la utopía desde el Renacimiento y, sobre todo, en el siglo XIX, y el uso contemporáneo, ya habitual en el siglo XX, de la palabra. Históricamente con la utopía se quería proyectar en el futuro un fundamento del orden nuevo que quitara a los de abajo, a los pobres y proletarios que querían cambiar el mundo, la impresión de salto en el vacío. Este es el lado bueno de las utopías históricas, Pero lo que hace utópica en un sentido negativo o peyorativo –argumenta Gramsci– la aspiración al ideal de un orden nuevo no es la afirmación del principio moral (igualitario) que conlleva esta aspiración, sino el detalle sobre lo que debe ser la ciudad ideal, sobre la sociedad del futuro. La verdadera utopía negativa es la pretensión de que, para anticipar el orden nuevo, hay que basarse en una infinidad de hechos, en lugar de basarse en un solo principio moral, en función del cual luego se actúa. Lo que hace del ideal una utopía es, para Gramsci, la pretensión de calcular lo incalculable, de prever más de lo que razonablemente el hombre puede prever tratándose del futuro. Algo parecido había escrito el anarquista ruso Piotr Kropotkin: “Es imposible legislar para el futuro. Todo lo que podemos hacer con respecto al porvenir es precisar vagamente las tendencias esenciales y despejar el camino para su mejor y más rápido desenvolvimiento”.

 

El defecto de las utopías, que Gramsci llama “orgánico”, o sea, sustantivo, estriba íntegramente en esto: en creer que la previsión puede serlo de hechos, cuando lo razonable es pensar que en cuestiones sociopolíticas y socioculturales la prognosis, la anticipación, sólo puede serlo de principios o de máximas jurídicas. Las máximas jurídicas (el derecho, el ius, es, para Gramsci, la moral actuada, en acto) son creación de la voluntad de los hombres. Si se quiere dar a esa voluntad colectiva una dirección determinada, hay que proponerse como meta lo único que razonablemente puede serlo, pues en otro caso se cae en el detallismo, y el exceso de detalle anticipado sobre la organización del futuro, después de un primer entusiasmo, hace que las voluntades se ajen, se disipen, que la voluntad individual y colectiva decaiga y que lo que fue entusiasmo inicial se convierta en mera ilusión o en desilusión escéptica o pesimista.

Ernst Bloch

Esta manera de ver las cosas supone una inversión de lo que el realista cree habitualmente. Éste tiende a pensar que la aspiración declarada a un orden nuevo será tanto más utópica cuanto más genérica y de principios porque la afirmación de principios deja muchos cabos sueltos acerca de qué ha de ser en concreto la sociedad del futuro. Gramsci, en cambio, mantiene que la aspiración al socialismo se degrada y se convierte en (mala) utopía cuanto más intentemos detallar cómo funcionará esa sociedad del futuro: a más detalle más degradación de la aspiración.

Reflexionando sobre el significado de la revolución rusa Gramsci descubre el Escila y Caribdis de la utopía. Scila: la conversión del ideal en programa detalladísimo para el futuro a partir de la consideración (en principio razonable) de que si no se perfila con todo detenimiento y concreción cómo serán la ciudad y la sociedad del futuro los que tienen que cambiar la sociedad presente no se moverán porque les parecerá que no hay garantías y se resignarán. Caribdis: presumir de que es posible pasar definitivamente de la utopía a la ciencia, imaginar una ciencia superior a la que se da el nombre de “socialismo científico” y concluir, de manera determinista, que la buena aplicación del método que funda esta ciencia tiene que conducir a la sociedad armónica, regulada, socialista, con la consideración (razonable también) de que los hombres no van a cambiar el mundo fantaseando sobre el futuro sino conociendo las leyes de la historia como se conocen las leyes de la naturaleza.

Esta reflexión de Gramsci deja abierto un problema interesantísimo que ha llegado hasta nuestros días y del que hay un eco más reciente en la oposición entre el principio esperanza de Ernst Bloch y el principio de responsabilidad de Hans Jonas. El problema se puede formular así: ¿hasta dónde se puede concretar y precisar en la anticipación del orden nuevo cuando se ha llegado a la conclusión de que la mera afirmación del reino de libertad como principio es tan utópico (en el sentido negativo) como utópica es la pretensión de prefigurar en detalle lo que será la sociedad futura? ¿Puede la buena utopía, la utopía concreta que no quiere verse reducida a ensoñación, ilusión o fantasía, afirmar algo más que lo que Gramsci llamaba principios o máximas jurídicomorales y Kropotkin “precisar vagamente las tendencias esenciales”? O planteado de otra manera: ¿es posible escapar al Escila y Caribdis de la utopía por la vía de una futurología que no sea utópica en el sentido peyorativo de la palabra? ¿Lo ha intentado realmente el pensamiento socialista? La respuesta a esta otra pregunta tiene que ser: sí, lo ha intentado. Y lo sigue intentando. Ese intento consiste en precisar por la vía negativa. O sea: no diciendo “el socialismo será así y así”, sino diciendo más bien: “el socialismo no podrá ser así y así” porque quererlo sería tanto como: a) rebasar las capacidades humanas, o b) entrar en contradicción con los principios jurídico-morales que nos proponemos plasmar. Por esa vía negativa el pensamiento socialista acaba encontrándose con Maquiavelo: “Conocer los caminos que conducen al infierno para evitarlos”.

Hans Jonas

Ya los clásicos del socialismo fueron algo más allá de los principios jurídico-morales. Precisaron, por ejemplo, al hablar del trabajo, que el socialismo no aspira a superar toda división del trabajo (puesto que hay una división técnica del mismo que es condición sustantiva para la producción de riqueza), sino precisamente ese tipo de división social fija que hace que los hijos y los nietos de los trabajadores manuales sigan siendo trabajadores manuales mientras que los hijos y los nietos de los empresarios, funcionarios e intelectuales sigan disfrutando de los privilegios de sus antepasados.

Precisaron, por ejemplo, al hablar de la distribución en la futura sociedad de iguales, que el socialismo no aspira a repartir entre los trabajadores el fruto íntegro de su trabajo, porque del producto social total habrá que deducir fondos para la reposición de los medios de producción consumidos, fondos para la ampliación de la producción y proveer, entre otras cosas, un fondo de reserva contra accidentes y perturbaciones debidas a fenómenos naturales cuya cantidad no se puede calcular con criterios de justicia sino, a lo sumo, según el cálculo de probabilidades.

Precisaron, por ejemplo, al hablar del producto que habrá que destinar al consumo antes de llegar al reparto individual, que, aunque se simplifique drásticamente el aparato burocrático y aún aspirando a ello, se deben tener en cuenta los costes generales de la administración, lo que hay que dedicar a escuelas, a la sanidad y a otras necesidades sociales como las de los impedidos, inválidos e imposibilitados que en las sociedades anteriores han ido a cargo de la beneficencia.

Precisaron, por ejemplo, cómo pagar al trabajador en una sociedad socialista cuando se ha establecido ya el control social de la producción, a saber: mediante un vale que certificaría lo que el trabajador ha aportado, deduciendo en él lo que aporta al fondo colectivo; vale con el que el trabajador individual podrá obtener de los depósitos sociales de bienes de consumo una cantidad que cuesta lo mismo que su trabajo (en el sentido de que es equivalente).

Precisaron, por ejemplo, que siendo el trabajo el criterio principal por el que ha de regirse el derecho en la sociedad socialista, la concreción de la igualdad, más allá de las abstracciones, tiene que tener en cuenta las diferencias de aptitudes, capacidades y situaciones de los ciudadanos trabajadores, por lo que habrá que introducir algún tipo de discriminación, o sea, de derecho de la desigualdad, en este caso positiva, para favorecer a los que estén en peor situación de partida.

Y si se quiere seguir hablando de socialismo en serio, sin perder el espíritu positivo de la vieja utopía, habrá que seguir precisando en esa línea. Precisando sobre lo que, racional y plausiblemente, no puede ser. Esa es la vía que, con el tiempo, condujo a la nueva utopía, a la utopía rojiverde, al socialismo ecológicamente fundamentado. Y esa es, en mi opinión, la única vía que permite juntar utopía y ciencia sin que las dos palabras se peguen entre ellas ni caer en un cientificismo en el que no puede creer hoy en día ningún aspirante a científico social que se precie.

27 Julio, 2017

Fuente: http://www.elviejotopo.com/topoexpress/la-revolucion-rusa-no-fue-una-utopia/

Be the first to comment

Leave a Reply

Tu dirección de correo no será publicada.


*


Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.